FRAGMENTO DEL LIBRO “MAL DE ESCUELA” PARA ANALIZAR, (Cap.
2):
Sin porvenir.
Niños que no llegarán a
nada.
Niños desesperantes.
La escuela, después la secundaria, el bachillerato,
yo también creía absolutamente en esta existencia sin porvenir.
Yo diría
que era incluso lo primero de lo que se convence un mal alumno. —¿Con
semejantes notas qué puedes esperar?
—¿Crees que pasarás a primero de
secundaria? (A segundo, a tercero, a cuarto, a quinto, a
sexto...)
—¿Qué tanto por ciento de posibilidades crees que tienes de pasar el bachillerato?
Calcúlalo tú. ¿Qué porcentaje?
O aquella directora de colegio, con un auténtico
grito de alegría:
—¿El certificado de estudios, Pennacchioni? ¡No lo obtendrá
nunca! ¿Me oye usted? ¡Nunca! Y vibraba.
¡En todo caso no seré como tú, vieja loca! Nunca seré
profe, araña envuelta en su propia tela, carcelera atornillada a la mesa de tu
despacho hasta el final de sus días. ¡Nunca! ¡Nosotros los alumnos pasamos;
vosotros os quedáis! Somos libres y a vosotros os han condenado a cadena
perpetua. Nosotros, los malos alumnos, puede que no lleguemos a ninguna parte,
pero nos movemos. La tarima no será el lamentable reducto de nuestra vida.
Desprecio por desprecio, me agarro a ese consuelo
perverso: nosotros pasamos, los profes se quedan; es una conversación frecuente
entre los alumnos del fondo de la clase. Los zoquetes se alimentan de
palabras.
Ignoraba yo entonces que, a veces, también los profesores
experimentan esa sensación de perpetuidad: repetir indefinidamente las mismas
clases ante aulas intercambiables, derrumbarse bajo el fardo cotidiano de los
deberes (¡no es posible imaginar un Sísifo feliz con un montón de deberes que
corregir!), yo ignoraba que la monotonía es la primera razón que los profesores
invocan cuando deciden abandonar el oficio, no podía imaginar que algunos de
ellos sufren teniendo que permanecer allí, mientras ven pasar a los alumnos.
Ignoraba que también los profesores se preocupan por el futuro: ganar la
oposición, terminar la tesis, entrar en la facultad, emprender el vuelo hacia
las cimas de las clases preparatorias, optar por la investigación, largarse al
extranjero, dedicarse a la creación, cambiar de sector, abandonar de una vez a
todos esos amorfos y vindicativos granujientos que producen toneladas de
papel... yo ignoraba que cuando los profesores no piensan en su porvenir es
porque piensan en el de sus hijos, en los estudios superiores de su prole...
Ignoraba que la cabeza de los profesores está saturada de porvenir. Creía que
estaban allí solo para impedir el mío.
Prohibido el porvenir.
COMENTARIO:
La crítica de Pennach hacia los profesores/as que han
perdido la ilusión y las ganas de enseñar es algo que me resulta familiar.
Profesores que utilizan modelos de enseñanza muy anticuados y que están cansados de trabajar, faltos de
motivación.
Cuando digo que están cansados de trabajar, me refiero a
que se han rendido, se han dejado llevar. No están actualizados, a mi me gusta
decir que están en color sepia, si tienen alumnos con los que tienen que
trabajar más porque les cuesta entender los conceptos, pagan con ellos su poca
paciencia y estos, son los alumnos como Pennach, que necesitan otro tipo de
estímulos para su aprendizaje, o simplemente sentirse integrados en la clase. Esto
se traduce en fracaso escolar.
A estos profesores solo les vienen bien los alumnos
“golosina” como bien dice Pennach, es decir, alumnos que son los mejores, con
los que mejor se puede trabajar, avanzar en la materia y que no dan ningún
problema. Pero hay muchos tipos de alumnos y cada uno requiere cierto trato y
cierta manera de trabajar, si se le quiere enseñar o educar, claro está. Porque
alumnos golosina, hay pocos.
Yo he vivido ciertas situaciones en clase que refuerzan
el texto de Pennach y mis propias conclusiones. Por ejemplo, estando en la
escuela primaria, había cierto grupo de compañeros que no eran tan hábiles y
que necesitaban algo más de tiempo o atención para poder entender las
explicaciones del profesor. Como siempre iban un pasito por detrás del resto,
el profesor, claramente quería apartarlos del ritmo de la clase porque ellos le
hacían ir más lento. Y como era tan veterano y lo tenía todo tan
meticulosamente calculado para trabajar siempre los mismo con la clase, a estos
los apartaba, literalmente, en una esquina de la clase y les dejaba allí
trabajando a su ritmo, sin preocuparse de sí aprendían o no. Siempre decía que
no seguían el ritmo pero nunca hacía nada por que lo siguiesen. Yo pensaba: -“Es
normal que suspendan, no les guste la escuela y estén desmotivados”.
Por el contrario, también he podido trabajar con
profesores a los que les encantaba rescatar a niños del basurero de Djibuti,
como dice Pennach. Trabajaban sin descanso, siempre pendientes de los alumnos
que iban más retrasados e intentando enseñarles las cosas con distintos métodos
para su mejor comprensión. Variando la manera de afrontar el temario cada año,
con actividades alternativas y amenas, pero siempre firmes. Pero sobretodo
escuchando, entendiendo y dando seguridad al alumno. Estos son los profesores
que compensan a los otros, profesores que están en clase por vocación, no por
obligación y que con el paso de los años se les va haciendo más nítido el
color, no como a los otros, que siguen estando color sepia hasta su jubilación.
Este tipo de profesores (el de matemáticas, historia,
francés y filosofía) son los que ayudaron a Pennach, le salvaron del basurero
de Djibuti, fueron el punto de inflexión por el cual pasa de ser un zoquete , a
ser un estudioso y un apasionado de la lectura que lo ha llevado a lo que es
hoy en día.
Por ello, pienso que los profesores y sobretodo su
trabajo, son una de las claves para que la educación exista, para que sea de
calidad y para sacar el máximo rendimiento a cualquier tipo de alumno.